
INVESTIGACIÓN
Trastorno de pánico: ¿ataque de miedo o ataque agudo de soledad?
Gianni Francesetti | Antonio Alcaro | Michele Settani
Convergencias entre la perspectiva de la neurociencia afectiva y la perspectiva fenomenológico-gestáltica
Gianni Francesetti | Antonio Alcaro | Michele Settani
Resumen
Existe un consenso entre los científicos en considerar los ataques de pánico (AP) como una respuesta de miedo exagerado por una activación intensa de la amígdala y la red neuronal del miedo. Las directrices actuales para el tratamiento (por ejemplo, las del Instituto Nacional para la Excelencia Clínica, NICE, 2011) que están basadas en este punto de vista, no consiguen resultados satisfactorios: uno de cada tres pacientes tratados reportan persistentes ataques de pánico (AP) y otros síntomas del trastorno de pánico (TP), y muchos metaanálisis reportan la alta probabilidad de recaída. En este ensayo revisaremos los hallazgos desde la neurociencia afectiva y las ideas desde la perspectiva fenomenológico-gestáltica, cuestionando la relación entre el TP y la activación de la red neuronal del miedo. Proponemos una hipótesis alternativa sobre la etiología del TP según la cual este está principalmente conectado con el sistema del pánico y se activa en situaciones de separación de un apoyo afectivo y una sobreexposición al entorno. Desde nuestro punto de vista, el AP puede ser comprendido como un ataque agudo de soledad que no es adecuadamente reconocido por el paciente debido a la intervención de un componente disociativo que hace imposible integrar todas las respuestas neurofisiológicas activadas por el sistema cerebral pánico/ separación en una sensación emocional coherente. Esta perspectiva puede explicar muchas evidencias que, de otra manera, se mantienen como elementos aislados y carentes de un encuadre comprensible: por ejemplo, la asociación con la agorafobia, el inicio del ataque durante la adolescencia y la vida del adulto joven, la necesidad de ser acompañado, la conexión con la falta de aire y otras anomalías respiratorias, la eficacia de los antidepresivos y la falta de activación del eje hipotalámico-pituitario-adrenal (HPA). Discutimos los pasos futuros para probar esta hipótesis y las consecuencias de un tratamiento psicoterapéutico.
Palabras clave: trastorno de pánico, neurociencia afectiva, perspectiva fenomenológico-gestáltica, terapia gestalt.
Introducción:
Según el DSM-V (American Psychological Association –APA–, 2009), el trastorno de pánico (TP) se caracteriza por ataques recurrentes de pánico, por la posterior preocupación en torno a dichos ataques y por una compleja reorganización comportamental en torno a estas preocupaciones. El DSM-V define un ataque de pánico (AP) como un período discreto de intenso miedo o malestar que alcanza su clímax rápidamente, junto con un incremento paroxístico en una fuerte excitación autonómica. Los ataques de pánico son acompañados generalmente por diferentes síntomas somáticos como palpitaciones, latidos fuertes, aceleración del latido cardíaco, sensación de dificultad para respirar, ahogamiento (falta de aire), sudoración, temblores o agitación, náuseas, malestar abdominal, sensación de asfixia o dolor en el pecho, vértigo, inestabilidad, sensación de mareo y/o desmayos. Además, los AP también están acompañados de síntomas psíquicos, como la despersonalización (estar separado de uno mismo), la desrealización (sensaciones de irrealidad), el miedo a morir y el miedo a perder el control o a volverse loco. Como consecuencia de estos síntomas, el pánico a menudo se caracteriza por una sensación de muerte o catástrofe inminentes y por una sensación de urgente necesidad de distanciarse.
La prevalencia de por vida del TP en la población es alto (De Jonge et al., 2016; por ejemplo, es de 4,7% en Estados Unidos, 1,9 en Europa del Este) y los pacientes con AP típicamente experimentan incapacidad laboral, tasas de desempleo altas, buscan tratamiento médico más frecuentemente y tienen más hospitalizaciones que la gente sin TP (Markowitz, Weissman, Ouellette, Lish y Klerman, 1989). Las guías para el tratamiento por la mayoría de los institutos de salud del mundo entero (NICE, 2011) están basados en los tratamientos farmacológicos o psicológicos o combinaciones de ambos. Las opciones de tratamientos recomendados tienen una significativa base de evidencia: la terapia psicológica, la medicación y la autoayuda han mostrado todas ellas que son efectivas. Con respecto al tratamiento farmacológico, las medicaciones elegidas son los antidepresivos, incluso cuando la APA propone las benzodiacepinas como medicación complementaria en situaciones específicas (APA, 2009). En concreto, en numerosos ensayos controlados aleatorios, la APA recomienda el empleo de un inhibidor selectivo de la recaptación de la serotonina (ISRS), un antidepresivo tricíclico (TCA) o la terapia cognitivo-conductual (TCC) como el tratamiento inicial para el trastorno de pánico.
Con respecto a los metaanálisis de los enfoques psicológicos, se observa que, aunque la TCC muestra una gran base de evidencia, otros enfoques también han mostrado efectos positivos significativos a plazo corto (terapias psicodinámicas) (APA, 2009; Furukawa, Watanabe y Churchill, 2006).
A pesar de la disponibilidad de las guías que indican la eficacia de los tratamientos farmacológicos, psicológicos y combinados, alrededor de uno de cada tres pacientes con trastorno de pánico reportan persistentes ataques de pánico y otros síntomas del trastorno de pánico después del tratamiento, y muchos metaanálisis están de acuerdo en resaltar la alta probabilidad de recaída en pacientes tratados utilizando tanto medicación como a través de intervenciones psicosociales, o con enfoques combinados de medicación y terapia (Betelaan et al., 2017; Nardi et al., 2016). Estos insatisfactorios resultados con respecto a la estabilidad de los efectos de la terapia indican la necesidad de más investigaciones teóricas en la etiología del trastorno, que a su vez pudiera llevar al desarrollo de enfoques terapéuticos más eficaces, especialmente a largo plazo. Por lo tanto, el objetivo de este estudio es presentar hallazgos convergentes sobre el origen del TP y un tratamiento que proviene de dos campos diferentes, la neurociencia afectiva y el enfoque fenomenológico-gestáltico, y proponer una hipótesis alternativa sobre la etiología del TP y un posible tratamiento eficaz.[1]
La neurociencia afectiva es una disciplina fundada por Jaak Panksepp (1998) que actualmente es muy popular entre los psicólogos clínicos y psiquiatras por su comprensión de la psicopatología humana y por su desarrollo de nuevas estrategias terapéuticas para los trastornos mentales (Panksepp, 2004; Panksepp y Biven, 2012). Combinando las investigaciones experimentales de animales y humanos, Panksepp y sus colaboradores identificaron la existencia de siete sistemas emocionales básicos en el cerebro de los mamíferos que juegan un papel central en la organización de la personalidad humana (Davis y Panksepp, 2011; Panksepp y Biven, 2012; Montag et al., 2016).
El enfoque fenomenológico de la psicopatología explora cuidadosamente la experiencia subjetiva del paciente, las formas en las que surge y se forma (Jaspers, 1963; Minkowski, 1927; Binswanger, 1963; Borgna, 1988; Francesetti, Gecele y Roubal, 2013; Zahavi, 2018). La psicoterapia gestáltica es un enfoque fenomenológico queexplora los procesos de las experiencias como surgen en el encuentro terapéutico.
[1] La primera idea de escribir este artículo surgió en octubre de 2016, durante la Conferencia de la FIAP (Federación Italiana de Asociaciones de Psicoterapia). En esa ocasión, Jaak Panksepp y el autor discutieron sus perspectivas sobre el trastorno de pánico y decidieron desarrollar más sus convergencias. Lamentablemente, Panksepp falleció en abril de 2017, por lo que ya no podíamos escribir este artículo juntos, pero la inspiración proviene de ese primer encuentro. Queremos agradecer su contribución a este trabajo. y expresarle nuestro agradecimiento.
Se centra en la experiencia subjetiva, tanto del paciente como del terapeuta, y en los procesos de co-creación en la situación terapéutica. La terapia gestalt es un enfoque experiencial, existencial y relacional que valora los procesos corporizados mutuos de la corregulación afectiva entre el paciente y el terapeuta (Perls, Hefferline y Goodman, 1951; Jacobs y Hycner, 2009; Philippson, 2009; Spagnuolo Lobb, 2013; Robine, 2016; Bloom, 2009; Bloom, 2019; Francesetti, 2019a; 2019b; Francesetti y Griffero, 2019). Tanto la neurociencia afectiva como el enfoque fenomenológico-gestáltico comparten la relevancia dada a la experiencia subjetiva y, más específicamente a las sensaciones emocionales, que son consideradas el núcleo fundamental de todos los procesos mentales (Alcaro, Carta y Panksepp, 2017). Además, como vamos a mostrar brevemente en las páginas siguientes, también comparten un punto de vista común sobre el TP que difiere de la perspectiva dominante, dando a la experiencia emocional de ser abandonado/dejado solo un papel central en la manifestación y la etiología de los AP.
¿Es el pánico un intenso ataque de miedo?
Los enfoques actuales, habitualmente consideran los ataques de pánico como una exagerada e inapropiada respuesta de miedo (Clark, 1986; Casey, Oei y Newcombe, 2004) desencadenada por una intensa activación de la amígdala y relacionada con la red cerebral del miedo (McNally, Otto, Yap, Pollack, & Hornig, 1999; Windmann, 1998; Gorman, Kent, Sullivan, & Coplan, 2000; LeDoux, 2015; Hamm et al., 2016). Según esta perspectiva, las intervenciones psicoterapéuticas actuales (especialmente la TCC) tienen como objetivo reducir la sensibilidad al miedo (y la ansiedad) del paciente, mediante procedimientos de descondicionamiento, corrigiendo pensamientos desadaptativos, mejorando la autoestima, etc. (Barlow, Gorman, Shear & Woods, 2000; Gallagher et al., 2013; Yang, Kircher y Straube, 2014).
Sin embargo, aunque los tratamientos psicoterapéuticos que se centran exclusivamente en la desensibilización al miedo son muy efectivos para corregir rápidamente alguna manifestación secundaria del TP, como el aumento en espiral de la ansiedad después del primer episodio, no garantizan buenos resultados a largo plazo (Bakker, 2001; Durham et al., 2005). Además, desde el trabajo de Donald Klein a principios de los años sesenta, es bien sabido que los agentes ansiolíticos de tipo benzodiacepínico (Librium, Valium, etc.) tienen poco efecto sobre la incidencia del pánico, mientras que los antidepresivos son más efectivos para sofocar dichos ataques (Klein y Fink, 1962). Estas evidencias ponen en tela de juicio la convicción de que el pánico sea simplemente una reacción de miedo excesiva e incontrolada.
Otras dudas provienen de la evidencia de que los ataques de pánico difieren de la respuesta de emergencia de miedo de Cannon (Cannon, 1920) y del Síndrome de alarma general de Selye (Selye, 1956) en dos aspectos psicofisiológicos importantes.
En primer lugar, el pánico se caracteriza por la prominencia de una intensa falta de aire, que rara vez ocurre en un agudo miedo iniciado por un peligro externo (Klein, 1993; Preter & Klein, 1998). Además, al contrario del miedo, el pánico se acompaña de la falta (posiblemente por supresión) de la activación hipotalámica-pituitaria-adrenal (HPA). En efecto, la taquicardia y otras formas de activación psicofisiológica durante el pánico se producen por abstinencia vagal (parasimpática) en lugar de por excitación simpática (Preter y Klein, 2008).
[2] Siendo el circuito cerebral más estudiado del cerebro de los mamíferos, el sistema del miedo se encuentra localizado principalmente en la amígdala central y lateral, el hipotálamo medial y el periacueductal dorsal gris, y utiliza el glutamato, la colecistoquinina, factor liberador de la corticotropina y el diazepam inhibidor de la unión como los principales neurotransmisores/neuromoduladores de sus red intrínseca (Panksepp y Biven, 2012; LeDoux, 2015). También es bien sabido que tanto las intervenciones farmacológicas como las psicoterapéuticas reducen la ansiedad, las fobias y otros síntomas dependientes del miedo, reduciendo la excitabilidad neural dentro del sistema cerebral del miedo.
Según los hallazgos obtenidos a través de un análisis fenomenológico-gestáltico (Francesetti, 2007; Francesetti et al., 2013), al explorar la experiencia de los pacientes se observa que, aunque el miedo es un elemento abrumador y dominante en sus narrativas, no constituye el primer fenómeno en un ataque agudo. En realidad, el instante inicial del ataque se caracteriza por una vivencia auténtica de estar muriendo o perdiendo la razón, la cual es experimentada como una incomodidad física. Es justo después de este momento cuando emerge el miedo a la muerte o el temor a enloquecer.
Después del primer ataque, estos temores —y el miedo a otros ataques—, se convierten en la narrativa principal. Pero los pacientes dicen que durante el ataque la experiencia es en realidad morir o volverse loco, y luego se aterrorizan con esto. Como evidencia de esta secuencia, podemos observar que los pacientes acuden a la sala de emergencias o al médico general para tratar la sintomatología física aguda y no a un psicólogo para buscar ayuda por su miedo. En esta perspectiva, el miedo es el mayor evento abrumador en la fenomenología del trastorno de pánico, pero es secundario a la experiencia de morir o volverse loco, emergiendo como una incomodidad corporal en el ataque de pánico. Esta observación fenomenológica está en línea con la literatura que indica que el awareness interoceptivo es central en estos pacientes (Craig, 2003): detectan continuamente la variabilidad de cada situación de acuerdo con un sistema de orientación centrado en el cuerpo (Lorenzini y Sassaroli, 1987; Guidano, 1991; Arciero y Bondolfi, 2009). Estos pacientes pueden mentalizar el miedo, reconocerlo y expresarlo, pero no pueden mentalizar las señales corporales que indican la falta de mediación afectiva en una situación de sobreexposición (Fonagy y Target, 1997). No pueden mentalizar estas señales corporales como sensaciones relacionadas con la necesidad de que otro entre en una co-regulación afectiva de este fuerte malestar (Shore, 2003). Estos sentimientos no se mentalizan como soledad al principio y surgen sólo como tales durante el proceso de la terapia.[3] Considerar el trastorno de pánico como una experiencia clínica compleja que implica una soledad no mentalizada es la tesis de este artículo, que está respaldado por algunas investigaciones y hallazgos clínicos y puede orientar las intervenciones terapéuticas con esta población.
[3 Una investigación fenomenológica requiere una exploración intersubjetiva que no solo pretende describir lo que ya está presente como una primera narrativa, sino también apoyar el surgimiento de lo que está implícito en la experiencia considerada. De hecho, por definición, un fenómeno es lo que aparece cuando nos quedamos, hacemos una pausa y esperamos cerca de él (Giorgi, 2009).
El pánico y la experiencia de sobreexponerse sin mediación afectiva
La etimología de «pánico» remite a Pan, el dios mitad hombre y mitad cabra de la mitología griega. Según la tradición griega, Pan vive en lugares salvajes y bosques y causa terror al viajero solitario. También es responsable de las pesadillas que despiertan a los durmientes durante la noche. Su historia es muy interesante: la madre de Pan, cuando estaba embarazada, fue sola al bosque para dar a luz a su bebé. Pero cuando lo hizo, y estaba a punto de tomarlo en sus brazos, vio que era un monstruo, mitad bebé y mitad cabra. Aterrorizada, se escapó y dejó al recién nacido. Pan quedó solo en el bosque, expuesto al mundo sin la mediación necesaria de su madre y de un refugio (Himno homérico 19 a Pan).
El vínculo que establece la mitología entre el terror y la soledad tiene sorprendentes similitudes con la evidencia clínica y epidemiológica. En su estudio clínico con agorafóbicos hospitalizados, Klein y Flink (1962) mostraron que los pacientes que padecían TP informaron ansiedad grave por separación temprana, que a menudo impedía la asistencia escolar en la infancia. Este resultado fue replicado por estudios longitudinales específicos de los mismos individuos, que confirmaron la relación entre el TP (y la agorafobia) y el trastorno de ansiedad por separación infantil (TAS) (Klein 1993, 1995; Kossowsky et al., 2013). Además, estudios recientes de gemelos también demostraron una diátesis genética común para el trastorno de ansiedad por separación infantil y el inicio de los ataques de pánico en adultos (Robertson-Nay et al., 2012).
Desde el trabajo de Klein y Fink, la hipótesis de una conexión entre el TP y la angustia de separación recibió cierta atención y finalmente fue confirmada por estudios de investigación sucesivos (por ejemplo, Raskin, Peeke, Dickman y Pinsker, 1982; Rizq, 2002). Los estudios epidemiológicos muestran que el inicio del trastorno de pánico tiene lugar desde la adolescencia hasta los 35 años (DSM-V). Esta fase de la vida se caracteriza por los procesos de separación de la pertenencia familiar, el movimiento hacia el mundo y hacia una autonomía cada vez mayor. Además, el inicio del TP en adultos a menudo va precedido de una separación, pérdida, duelo u otros acontecimientos que implican una separación emocional o física de una figura significativa[4] (Roy-Byrne, Geraci y Uhde, 1986; Jacobs et al., 1990; Faravelli y Pallanti, 1989; Kaunonen, Paivi, Paunonen y Erjanti, 2000; Klein, 1993; Venturello, Barzega, Maina y Bogetto, 2002; Milrod, Leon y Shear, 2004).
La exploración fenomenológico-gestáltica confirma que al comienzo del trastorno de pánico generalmente hay un paso significativo de separación, que los pacientes generalmente subestiman: «Fui a la universidad y dejé a mi grupo de amigos»; «me mudé a trabajar a otra ciudad y mi novia terminó la relación conmigo»; «obtuve un nuevo y mejor puesto en la empresa y me fui a vivir solo»; «terminé la universidad, empecé a trabajar y mi hermana se fue a estudiar al extranjero». Cuando se exploran estos cambios, encontramos la experiencia de sentirnos más expuestos al mundo, fuera del entorno familiar, con menos mediación ofrecida por las pertenencias y relaciones anteriores. El duelo parece ser una condición de vulnerabilidad al trastorno de pánico cuando la persona perdida ha sido significativa en el proceso de mediación entre el paciente y su entorno. Un paciente dice: «Mi abuela murió un año antes del primer ataque de pánico. No le presté atención a ese detalle, pues ya estaba viviendo bastante lejos de ella, ella tenía su vida y yo tenía la mía. Pero ahora entiendo algo diferente: crecí con ella, ya que mis padres estaban divorciados y estaban ocupados en el trabajo. Ella fue mi protección en mi vida. Ahora puedo sentir el dolor y la tristeza, la extraño muchísimo».
La conexión entre el pánico y la soledad de la sobreexposición al entorno da sentido a por lo menos a cuatro elementos del trastorno que de otro modo podrían ser difíciles de entender: la experiencia de asfixia, la agorafobia, la dificultad de estar solo (expresado también por la necesidad de estar acompañado y las limitaciones en los movimientos) y el momento del inicio. El primer elemento se discutirá en el siguiente párrafo, ya que está directamente conectado con las vías neurológicas implicadas en el pánico. El segundo, la agorafobia (del griego, agorà: cuadrado, y phobia: miedo), se asocia muy a menudo con el pánico: estar en medio de un cuadrado es la situación icónica de estar sobreexpuesto al mundo sin suficiente mediación. El tercero, la necesidad de estar acompañado, en algún momento es tan fuerte que hace que sea imposible salir de casa de forma autónoma, es la expresión de la necesidad de una mediación entre el paciente y el mundo para no estar solo y sobreexpuesto. El cuarto elemento es el momento de inicio del TP: la adolescencia y la vida adulta. Esta fase se caracteriza por un movimiento de separación del contexto familiar más seguro hacia el mundo exterior, con el riesgo de sentirse sobreexpuesto al entorno (el movimiento de Oikos a Polis, Francesetti, 2007; Francesetti et al., 2013).
[4] También se ha demostrado que la presencia de la ansiedad por separación en adultos influye en la severidad de los síntomas de pánico y las alteraciones en la calidad de vida (Pini et al., 2014).
Los modelos cognitivos también han sugerido que el TP está relacionada con un conflicto entre dos tendencias opuestas: la necesidad de proximidad afectiva y el rechazo a estar limitado dentro de vínculos duraderos (Lorenzini y Sassaroli, 1987; Guidano, 1991; Macaurelle, 2003). De acuerdo con esta idea, el inicio del TP a veces está relacionado con el comienzo de un matrimonio, lo que indica que un cambio de vida tan importante puede activar la ansiedad de estar limitado (Macaurelle, 2003). Sin embargo, es plausible que el matrimonio también implique la experiencia de la separación de los lazos familiares anteriores, así como de un estilo de vida centrado en la autonomía y la libertad individual (véase el párrafo 5). Además, la investigación fenomenológica revela que la reticencia a limitarse dentro de vínculos duraderos suele estar mejor representada en los pensamientos conscientes de los pacientes, mientras que la ansiedad de la soledad suele subestimarse o descuidarse por completo (párrafo 5). Esta evidencia indica que los síntomas del TP, especialmente los síntomas corporales, pueden representar una forma alternativa (somática) de expresar una experiencia emocional rechazada, que juega un papel central en el conflicto subjetivo real.
La interpretación del pánico meramente como un episodio de miedo omite varios elementos clínicos cruciales. Sería más adecuado describir el trastorno de pánico como una complejidad clínica que emerge de la vivencia de estar excesivamente expuesto al mundo, careciendo de un soporte relacional adecuado que ofrezca mediación. El miedo surge justo después de la experiencia inmediata de sentir que se está muriendo o perdiendo la cordura, en un contexto de sobreexposición, y es impulsado principalmente por el temor a la recurrencia del ataque agudo. Las sensaciones de morir o enloquecer representan dos situaciones existenciales de desapego radical del sentido de pertenencia a la comunidad humana.
Basándonos en estas reflexiones, sugerimos conceptualizar el trastorno del pánico más como una manifestación de ansiedad por separación que como un temor genérico, interpretándolo dentro de este contexto como una expresión aguda de soledad. A continuación, exploraremos ciertos hallazgos neurológicos para posteriormente vincularlos con experiencias clínicas.
El sistema pánico/separación
Los estudios neuroetológicos de Panksepp han descubierto la existencia de dos sistemas de alarma cerebrales diferenciados en mamíferos (Panksepp y Biven, 2012). El primero, el Sistema del Miedo, se activa frente a amenazas externas. El segundo, el Sistema de Pánico/Separación, se manifiesta intensamente ante la separación de figuras de apego o soportes sociales/afectivos significativos, similar a cuando los cachorros se distancian de su madre. Esta situación desencadena respuestas activas de protesta, que incluyen llanto en humanos y vocalizaciones de angustia en otros mamíferos (Nelson y Panksepp, 1988; Panksepp, 1998). La señal de alarma por separación funciona como un mecanismo biológico que incrementa la movilidad del infante, quien verifica constantemente la presencia de su madre y experimenta un intenso malestar al percibir su ausencia, buscando restablecer la cercanía a través del llanto.[5]. Sin embargo, ante la ausencia prolongada del cuidador, las llamadas de separación comienzan a disminuir gradualmente, y el infante entra en un estado de comportamiento inhibitorio caracterizado por el retiro y el aislamiento del entorno (Bowlby, 1969). Desde un punto de vista subjetivo, mientras que la primera fase (protesta) se asocia con un intenso malestar, la segunda fase (desesperación) se caracteriza por una profunda sensación de tristeza (Bowlby, 1969; Panksepp, 1998). El Sistema de Pánico/Separación se caracteriza por tener vías neuroanatómicas y neuroquímicas distintas del Sistema de Miedo. Si el Sistema de Miedo se centra en la amígdala, el hipotálamo medial y el gris periacueductal dorsal, el Sistema de Pánico se ubica principalmente dentro del cingulado anterior, el núcleo del lecho de la estría terminal, el tálamo dorso-medial, el área preóptica y el periacueductal gris.[6] Siendo los neuromoduladores la clave de las interacciones socio-afiliativas, los opioides endógenos, la oxitocina y la prolactina son los principales neuroquímicos del sistema de pánico (Panksepp y Biven, 2012; Nelson y Panksepp, 1998). En concreto, el sistema opioide endógeno parece indicar un papel principal, ya que los estudios en animales han revelado que la administración de opioides es el inhibidor más poderoso de las vocalizaciones de malestar provocadas por los cachorros jóvenes cuando se han separado de su madre (Nelson y Panksepp, 1988).
[5] Específicamente, se ha sugerido que la llamada de separación, destinada a mantener el contacto madre-descendencia, es la forma más antigua de comunicación de los mamíferos (Battaglia, 2015).
El sistema cerebral de Pánico/Separación controla una serie de respuestas neurofisiológicas y neuroendocrinas que modifican el estado interno del cuerpo, como la respiración, los latidos del corazón, la sensibilidad al dolor, etc. Este hecho puede explicar por qué los ataques de pánico se caracterizan por tener síntomas físicos, agudos e inexplicables que interrumpen la continuidad de la experiencia habitual y se experimentan como un acontecimiento catastrófico (morir o perder la cabeza).
La aparición de un impulso emocional de angustia de Pánico/Malestar de separación, junto con Cuidado/ Nutrición y Juego, ha marcado la aparición de los mamíferos a partir de los reptiles similares a los mamíferos, y ha llevado a la evolución de las habilidades sociales y cognitivas complejas, así como a la aparición de estructuras cerebrales distintivamente mamíferas de la corteza cingulada y la llamada división tálamo-cingular (MacLean, 1985; Panksepp, 1998). Como señaló Battaglia, «el advenimiento de una mayor masa celular cerebral —como la asociada con la aparición del neopallium— permitió a los paleomamíferos alcanzar una mayor plasticidad cerebral y ampliar la gama de capacidades de aprendizaje, que a su vez son los ingredientes básicos de la variación individual en el comportamiento. Sin embargo, todas las formas de aprendizaje requieren tiempo para practicar, ya que la práctica implica errores, y la corrección y consolidación de las habilidades recién adquiridas. En un niño en crecimiento, esto genera dependencia del cuidado de los padres para garantizar la seguridad, la alimentación y la protección. Por lo tanto, se puede esperar que cuanto más amplia sea la variedad y la plasticidad del repertorio conductual en una especie, mayor será el tiempo necesario para aprender y practicar, y más prolongada será la dependencia del cuidado parental. […] La extensión progresiva de un período de dependencia del cuidado materno que puede atribuirse a un cerebro cada vez más complejo y, por lo tanto, inmaduro, al nacer, probablemente preparó el terreno para el desarrollo y mantenimiento del SA como un elemento de regulación recíproca del vínculo entre la madre y el bebé y un moderador entre los ciclos de exploración del entorno, el aprendizaje y el regreso seguro a la madre por parte del niño» (de Battaglia, 2015).
[6] En los circuitos cerebrales del pánico, el análisis de pacientes neurológicos demostró que las personas con lesiones de la amígdala muestran una marcada ausencia de miedo durante la exposición a estímulos que provocan miedo y no condicionan los estímulos aversivos. Sin embargo, muestran reacciones de pánico comunes cuando se exponen experimentalmente a condiciones anóxicas, lo que sugiere que el sistema de miedo amigdalocéntrico no es necesario para desencadenar un ataque de pánico (Feinstein et al., 2013).

De todos los muchos tipos de manifestaciones somáticas que caracterizan a los AP, las asociadas con la experiencia de falta de aire y asfixia son probablemente las más frecuentes e intensas. Curiosamente, las investigaciones fisiológicas revelaron que una característica prominente del ataque de pánico y la ansiedad relacionada con el pánico por debajo del umbral es la desregulación respiratoria y la respiración caótica, mientras que la falta de aire y los suspiros crónicos fuera del ataque agudo son características del pánico (Klein, 1993; Preter y Klein, 2008). Además, los pacientes con trastorno de pánico muestran una reactividad excesiva a las condiciones hipercapnicas y/o hipóxicas ciegas[7] (Griez, Colasanti, van Diest, Salamon y Schruers 2007; Esquivel, Schruers, Maddock Colasanti y Griez, 2010; Leibold et al., 2013; Beck, Shipherd, & Read, 1999; Beck, Shipherd, y Ohtake, 2000). Todas esas pruebas sugirieron la hipótesis de que los ataques de pánico pueden interpretarse como una «señal de alarma de asfixia falsa» y que los pacientes con TP sufren de ansiedad por asfixia crónica (Klein, 1993).
La conexión entre el pánico y la asfixia recibió una confirmación importante por la evidencia de que una disfunción en el sistema opioide endógeno puede explicar las anomalías respiratorias en pacientes con trastorno de pánico[8] (Preter y Klein, 2008). Además, se ha demostrado que las separaciones y pérdidas (es decir, la muerte de los padres, la separación de los padres o el divorcio) afectan la funcionalidad del sistema opioide endógeno, y el déficit del sistema opioide puede explicar la ansiedad por separación, las anomalías respiratorias y el trastorno de pánico[9] (Preter et al., 2011).
Finalmente, la evidencia que muestra que el sistema opioide endógeno del cerebro co-regula la respiración y los comportamientos de Separación/ angustia se ajusta a la hipótesis neuroevolutiva formulada por Stephen Porges (2007; 2011), quien subrayó que la función de los nervios craneales y los músculos para expresar las vocalizaciones de angustia de separación evolucionó a partir de los arcos branquiales primitivos que extraen oxígeno del agua (Porges, 2007).
El pánico y la disociación
[7].- De hecho, los estudios experimentales también han demostrado que el ataque de pánico puede ser incitado de manera confiable en entornos de laboratorio por desafíos químicos específicos, utilizando infusión intravenosa de lactato e inhalación de dióxido de carbono (Liebowitz et al., 1984, Gorman et al., 1984, Papp, Klein, Gorman, 1993; Klein, 1993). Sin embargo, mientras que los controles normales o los pacientes con otros trastornos de ansiedad rara vez muestran tal reactividad (es decir, progresan a un ataque de pánico completo), las concentraciones más altas de CO2 inhalado son altamente aversivas y pueden producir sintomatología de pánico respiratorio de forma dependiente de la dosis (Griez et al., 2007; Esquivel et al., 2010; Leibold et al., 2013). Beck y col. (1999; 2000) mostraron que los pacientes de pánico responden con un aumento de los síntomas de pánico no solo a la inhalación de CO2, sino también a la hipoxia normocapnia. Esto hace posible integrar el trastorno de ansiedad por separación, la hipersensibilidad al CO2 y al lactato, y una variedad de fenómenos respiratorios y patología con el trastorno de pánico.
[8] .- De hecho, la infusión de naloxona (que va desde 0.5 mg / kg iniciales hasta un máximo de 2 mg / kg) seguida de lactato (N + L), causó incrementos significativos en el volumen corriente similar a los observados durante los ataques de pánico clínicos e inducidos por lactato en 8 de 12 sujetos normales, lo que respalda la hipótesis de que la deficiencia opioidérgica podría ser necesaria para que el lactato produzca un marcado aumento en el volumen corriente en sujetos normales (Sinha, Goetz y Klein, 2007). Además, «los sujetos normales, generalmente relativamente insensibles a los efectos del volumen corriente de la infusión de lactato, […] que recibieron un tratamiento previo con antagonistas opioides, desarrollaron incrementos de volumen corriente y frecuencia respiratoria similares a los que ocurren en los ataques de pánico clínico espontáneo y en los pacientes de pánico que entran en pánico. durante las infusiones de lactato» (Preter et al., 2011).
[9] .- El papel del opioide endógeno en el trastorno de pánico y la alarma de asfixia recibe una confirmación en estudios con animales (Moreira et al., 2013). Graeff (2012), al estudiar un modelo animal de trastorno de pánico, descubrió que la acción inhibitoria de la serotonina está relacionada con la activación de los opioides endógenos en el gris periacueductal (PAG). Schenberg y sus colegas (Schimitel et al., 2012) sugieren que «[el PAG] alberga un sistema de alarma de sofocación sensible a la anoxia».
Si la asfixia y otros síntomas corporales de los ataques de pánico pueden explicarse por las respuestas neurofisiológicas inducidas por el sistema cerebral de pánico/separación, queda por explicar por qué los pacientes con TP no reconocen que sufren malestar de separación. De hecho, los pacientes con TP generalmente no informan sensaciones de malestar social ni afectivo, y no reconocen ninguna causa psicológica ni significados para sus ataques.
Para responder a esa pregunta, es importante tener en cuenta que existe una distinción entre el estado funcional de la emoción («el estado emocional») y su experiencia consciente («la experiencia de la emoción») (Adolphs, 2017). Incluso, aunque los estados emocionales, las experiencias y los conceptos emocionales generalmente tienen lugar juntos en humanos adultos sanos, también se pueden disociar. En nuestra opinión, este tipo de disociación podría estar presente en pacientes con TP, que podrían experimentar malestar de separación como un estado emocional, sin experimentarlo de manera consciente. En línea con este punto de vista, estudios experimentales recientes han demostrado que los pacientes con TP a menudo informan experiencias traumáticas infantiles (Zou et al., 2016) que llevan a una forma patológica de disociación en la edad adulta (Majohr et al., 2011). Como consecuencia, los pacientes adultos con TP tienden a ser alexitímicos y tienen dificultades para darse cuenta, reconocer, discriminar y expresar sensaciones emocionales (Cox, Swinson, Shulman y Bourdeau, 1995; Iancu, Dannon, Poreh, Lepkifker y Grunhaus. 2001; Marchesi, Fontò, Balista, Cimmino y Maggini, 2005; Cucchi et al., 2012; Izci et al., 2014). Además, también tienden a ser menos cooperativos y confiados con otras personas (Wachleski et al., 2008; Izci et al., 2014). También relacionado con este punto, vale la pena señalar que los hallazgos de la literatura apoyan la conexión entre la ansiedad por separación experimentada a temprana edad y el desarrollo de dificultades para reconocer (ser conscientes de) los estados afectivos (por ejemplo, Mason, Tyson, Jones y Potts, 2005; Joukamaa et al., 2003) y que se ha encontrado que los rasgos alexitímicos son más pronunciados en individuos que informaron síntomas más graves de ansiedad por separación durante la infancia (Troisi, D’Argenio, Peracchio y Petti, 2001).
Conforme a la evidencia científica que tenemos disponible, la práctica clínica indica que los pacientes con trastorno de pánico (TP) suelen exhibir un estilo relacional marcadamente autónomo e independiente, mostrando poca disposición para solicitar ayuda o confiar en otros, y con limitada capacidad para comunicar sus necesidades afectivas (Francesetti, 2007; Francesetti et al., 2013). Este patrón de relación contribuye a aumentar la dificultad del trastorno, dado que el paciente no se siente cómodo con la idea de necesitar ayuda y apoyo. Aceptar la necesidad de apoyo y proximidad resulta complicado, incluso cuando esta necesidad es intensa, lo que lleva a que las personas con trastorno de pánico frecuentemente adopten actitudes poco cooperativas.
Los pacientes con trastorno de pánico experimentan una disociación emocional y muestran tendencias alexitímicas. La sensación de una muerte inminente o un colapso puede interpretarse como la manifestación de una activación somática que supera la capacidad de manejo emocional del individuo (Strubbe y Vanheule, 2014), vivenciándose en un estado «no mentalizado» y de forma somatomorfa (Busch y Sandberg, 2014). De hecho, cuando el Sistema de Pánico/Separación desencadena una cascada de respuestas neurofisiológicas y neuroendocrinas que alteran la respiración, la frecuencia cardíaca, la sensibilidad al dolor, entre otros, la incapacidad de integrar estos cambios en un estado emocional subjetivo coherente y reconocible puede resultar en la vivencia de un colapso somático catastrófico e incomprensible.
Alguna evidencia clínica
Como se ha documentado anteriormente, la vivencia durante un ataque de pánico trasciende el simple temor a la muerte, constituyendo una percepción concreta de estar enfrentándose a la misma. Dicha sensación genera un miedo profundo a fallecer, y las explicaciones médicas suelen recalcar que «es solo un temor, no estás en proceso de morir». No obstante, alcanzar la comprensión de que lo experimentado es meramente miedo, requiere habitualmente de un periodo de reflexión y ajuste por parte del paciente. Es en este instante cuando puede afirmarse: «Soy consciente de que no estoy muriendo, es simplemente un ataque de pánico, es temor, estoy seguro de ello». La adquisición de esta conciencia, el awareness, suele ocurrir posteriormente, proporcionando un significativo alivio clínico (Rovetto, 2003; Francesetti, 2007).
Volviendo a la terapia y a la exploración, gradualmente surge otra dimensión emocional: la sensación emocional de soledad (Meltzer et al., 2013). Por lo general, estos sentimientos no son fácilmente accesibles y lleva algún tiempo antes de que podamos enfrentarlos. Frecuentemente, y por largos periodos, el paciente no percibe la soledad como un sentimiento significativo en su vida, siendo el terapeuta quien inicialmente identifica esta sensación de aislamiento sin lograr comprenderla completamente. La naturaleza de la soledad que el paciente empieza a reconocer de manera gradual es peculiarmente específica: se trata de sentirse desamparado y excesivamente expuesto al mundo, careciendo de una protección adecuada. Un paciente, profundamente impactado al tomar conciencia de esto, expresó: «He descubierto que el problema no es que tenga miedo de morir. El verdadero problema es que me siento tan solo que podría morir, y que siempre he estado solo en mi vida».
Por lo general, las emociones que surgen junto con el descubrimiento de la soledad son la tristeza y la ira: «Siento una tristeza que no sabía que tenía, no sé por qué estoy llorando, no ha pasado nada realmente grave»; «Ahora me doy cuenta de que siempre he estado sola, es triste, no sé cómo ha sido posible no sentirlo»; «Ahora recuerdo lo bien que me iba en la escuela. Era una niña pequeña pero nunca lloré cuando tuve que dejar a mis padres durante algunos días durante las actividades al aire libre. Muchos niños lloraban, pero yo nunca. Para mi maestra, yo era un modelo. Ahora, que recuerdo aquello, estoy llorando, es muy triste»; «¿Por qué tenía que ser tan buena? ¿Por qué no podría llorar como los demás? Por supuesto, no pude: mi madre habría estado aún más fría de lo normal y me habría humillado, y mi padre habría estado de acuerdo con ella. Ahora estoy muy enfadada». Un fenómeno crucial es que la aparición de la soledad es un paso difícil, que requiere tiempo y apoyo relacional: al principio de la terapia, la soledad no solo no se percibe, sino que existe una especie de distancia afectiva o reactividad hacia ella, como si fuera un área de experiencia disociada. Solo gradualmente y a través de una exploración terapéutica cuidadosa, el paciente puede sentirla, reconocerla, legitimarla y finalmente mentalizarla: «Nunca pensé que podría sentir ningún tipo de soledad, siempre he sido un punto de referencia para mis amigos, la persona en quien confiar. Hasta el pánico, era autónomo, pero después no podía moverme sin que alguien estuviera conmigo, pero aun así todavía no lo entendía. Ahora, finalmente, siento que necesito la cercanía y el abrazo de alguien. Me cuesta mucho admitir esto, aunque no sé por qué».
Conclusiones
Sobre la base de la investigación y las exploraciones clínicas, proponemos considerar el TP como una situación clínica compleja que surge de una experiencia de soledad disociada y no mentalizada, similar a la angustia de separación y caracterizada por una sobreexposición al mundo sin mediación afectiva. La señal de alarma desencadenada por el Sistema de Pánico/Separación no es subjetivamente reconocida ni mentalizada por los pacientes con TP y, en consecuencia, se expresa en forma somática. Las intervenciones psicoterapéuticas deberían ayudar gradualmente al paciente a aumentar su awareness del impulso emocional oculto expresado por los AP y reconocer la importancia de los límites relacionales y afectivos para su bienestar mental. Esta perspectiva tiene algunas implicaciones relevantes para la psicoterapia:
• Aunque el miedo es la emoción abrumadora y deslumbrante en la experiencia del paciente, los temas relacionados con la soledad y la sobreexposición al mundo deben ser considerados y explorados de forma gradual y cuidadosa. Dado que los sentimientos y emociones relacionados con este tema a menudo están disociados, el terapeuta puede ser el primero, durante un tiempo considerable, en sentirlos, reconocerlos y legitimarlos durante las sesiones.
• Aunque el inicio del TP generalmente se experimenta sin ninguna conexión con los acontecimientos de la vida, generalmente está conectado a los procesos de separación, generalmente un paso de la vida hacia una mayor autonomía (durante la adolescencia o la vida de los adultos jóvenes) o la pérdida de alguien relevante en la mediación entre el paciente y el mundo.
• Aunque los pacientes piden recuperar su autonomía rápidamente, deben recibir apoyo para avanzar hacia la experiencia de pertenencia relacional más que, o junto con, un movimiento hacia la independencia. La relación terapéutica puede ser una mediación afectiva entre el paciente y el mundo y la pertenencia terapéutica puede ser una de las experiencias más curativas para estos pacientes.
Podría sorprendernos que, a pesar de las numerosas evidencias en investigación y práctica clínica, el trastorno de pánico haya sido interpretado durante años principalmente como un episodio agudo de miedo, sin reconocer la experiencia de soledad que consideramos fundamental en este trastorno. Esta situación probablemente se deba a la disociación del paciente, que oculta la percepción de soledad y que igualmente puede influir en la percepción del terapeuta durante el encuentro terapéutico (Francesetti, 2015; 2019a; 2019c; Roubal, 2019; Stern, 2015). Asimismo, proponemos que este fenómeno podría estar relacionado con una disociación más general que caracteriza a nuestro entorno social. La soledad parece ser un aspecto central en nuestras sociedades occidentales, pero, aunque es un elemento fundamental, no está completamente asimilada en nuestra cultura (Lasch, 1978; Bauman, 2002; Cacioppo & Patrick, 2008; Rosa, 2010; Bollas, 2018). Frecuentemente, se percibe como una experiencia propia de individuos que no están plenamente integrados en la sociedad, considerados como los perdedores.
El curioso olvido de la soledad en el TP podría ser el resultado de una presión individual (un sentimiento disociado en la biografía) y de una presión social (una necesidad disociada de vínculos íntimos y relacionales), en la que tanto el terapeuta como el paciente están profundamente involucrados.
Esta hipótesis es compatible con las investigaciones interculturales y epidemiológicas que han destacado la presencia de diferencias relevantes en las tasas de prevalencia del TP en diferentes países (por ejemplo, Kessler et al., 2007), encontrando un vínculo positivo bastante fuerte entre valores sociales como la autonomía afectiva y las tasas y el riesgo vitales del TP (Heim, Wegmann y Maercker, 2017). El mito de Pan parece proporcionar un marco narrativo a una experiencia que expresa tanto una condición individual como social: una soledad disociada y la necesidad de un vínculo relacional. El miedo, en la perspectiva de la que hablamos, puede entenderse como la expresión de un ataque agudo de soledad.
Pasos futuros
Para profundizar en la comprensión de las conexiones entre la soledad no mentalizada y el trastorno de pánico (TP), se requieren estudios empíricos adicionales. Nuestro grupo de investigación se propone examinar la hipótesis de una relación causal entre la soledad no mentalizada y el TP, estudiando diversos fenómenos interconectados.
En primer lugar, buscamos determinar si existen diferencias significativas en los niveles de autonomía afectiva, conexión social y sentido de pertenencia entre individuos en distintas etapas del TP, es decir, antes del tratamiento, durante el proceso terapéutico y tras concluir la terapia. Además, nos interesa profundizar en el conocimiento sobre los antecedentes inmediatos al inicio del TP. Se sabe que el comienzo del TP frecuentemente sigue a eventos vitales como el duelo, la pérdida de una pareja o cambios significativos en los roles personales (Klauke, Deckert, Reif, Pauli y Domschke, 2010).
Pretendemos validar nuestra hipótesis sobre la conexión entre la soledad no mentalizada y el TP mediante un enfoque de métodos mixtos, combinando metodologías cualitativas y cuantitativas (análisis de encuestas y entrevistas semiestructuradas). Anticipamos que los individuos con TP reportarán una mayor incidencia de eventos vitales caracterizados por una posible sobreexposición al mundo en los meses o semanas previos a sus primeros episodios de pánico.
Considerar el TP ya sea como un episodio de miedo o como una manifestación de soledad negada tiene implicaciones significativas para el enfoque terapéutico. Esto abre una nueva dimensión en la comprensión del proceso terapéutico y podría potenciar la eficacia de la psicoterapia para esta población.
Referencias bibliográficas
Este artículo es la versión en español del texto en inglés «Panic Disorder: attack of fear or acute attack of solitude? Convergences between affective neuroscience and phenomenological-Gestalt», publicado en Research in Psychotherapy: Psychopathology, Process and Outcome 2020; volume 23:77-87 y que ha sido traducido por Carmen Vázquez Bandín.

International Institute for Gestalt Therapy and Psychopathology (Ipsig). Psiquiatra, terapeuta gestalt y profesor adjunto de enfoque fenomenológico y existencial, Doctor en Psicología por Universidad de Torino (Italia), formador y supervisor internacional. Ha realizado numerosas publicaciones sobre psicoterapia y psicopatología, explorando enfoques originales para comprender el sufrimiento clínico desde un punto de vista fenomenológico y de terapia gestalt, y proponiendo nuevos modelos para enmarcar trastornos clínicos particulares. Es codirector del IPsiG – Instituto Internacional de Terapia Gestalt y Psicopatología y Presidente de Poiesis – Centro Clínico de Terapia Gestalt de Turín. Es codirector de la serie de libros Perspectivas psicopatológicas y psicoterapia gestalt (Fioriti).

Departamento de Psicología, Universidad de Turín. Psicólogo, psicoterapeuta e investigador en neurociencia. Tras doctorarse en psicobiología y psicofarmacología, colaboró con Jaak Panksepp en el estudio del impulso emocional de búsqueda y su implicación en la depresión y la adicción. En la actualidad, su investigación se centra en los fundamentos psico-neuro-evolutivos de la mente humana, con especial énfasis en las funciones afectivas y de imaginación-sueño.

Es terapeuta gestalt y profesor asociado en la Universidad de Turín, Italia, donde enseña Testing y métodos de investigación en psicología clínica y técnicas de recopilación de datos. Ha enseñado métodos de investigación en psicoterapia en institutos de formación y escuelas de doctorado en Italia y en el extranjero. Sus intereses de investigación incluyen la medición de constructos psicológicos, el estudio de las competencias de los psicoterapeutas, los enfoques de aprendizaje automático para estudiar y predecir las características individuales basadas en rastros digitales en las redes sociales y la evaluación de la eficiencia y efectividad de los tratamientos psicológicos. Ha publicado más de 70 artículos en revistas de psicología de primer nivel. En la EAGT es miembro del Comité de Competencias Profesionales y Estándares Cualitativos y del Comité de Investigación.

